Sotres: Paraíso del fotógrafo de naturaleza

Sotres: Paraíso del fotógrafo de naturaleza

por Javier Gutiérrez Palacio (naturalezaypoesia.es)


   Nadie se baña dos veces en el mismo río. Durante mi paseo matutino alrededor de Sotres me asalta una y otra vez el recuerdo de esta frase de Heráclito. A medida que progresa la mañana, entran las nubes del Sur, y se adueñan del paisaje. Frente a mí se alza el Pico  Boru, una cumbre majestuosa que puedo contemplar sin salir de la casa, acodado en el portón o sentado en el banco de la terraza. Si el rigor del tiempo lo permite, claro. Pero ahora no estoy en la puerta de casa. Recorro una de las pistas que bordea este lado del pueblo, a media ladera del monte Camba. Y hace frío. A lo lejos las crestas de caliza intentan romper las nubes, deshilacharlas, convertirlas en nieblas y pintar una acuarela con sus jirones. A la derecha del Boru puedo entrever el macizo de las Moñas con el impresionante Fresnidiellu, una de las paredes que más deseo escalar.  Adivino sin verlas las Vegas de Sotres. Sé qué están ahí, bajo la Peña Vieja, invisibles ahora a mi mirada. Las he visto otras veces. Pero el paisaje es hoy diferente al paisaje de ayer, cuando caminaba bajo la lluvia, o al de aquél otro día de sol, o al de tantos días y tantas luces distintas. Porque Sotres ofrece un espectáculo continuamente cambiante. Parafraseando a Heráclito el Oscuro, no contemplamos dos veces el mismo paisaje, el paisaje es cada día el mismo y es distinto. De la misma forma que nosotros, también, somos y no somos los mismos.

Al volver a casa no puedo resistirme a escribir este poema:

Paseo frente al Boru
Mañana de nieblas
El paisaje es el mismo y es distinto
 
 
 

 

   Hace frío. Es de noche y es Sotres. Duelen los dedos al manipular desnudos la cámara. Al desplegar el trípode pienso que se me van a quedar pegados al metal. Y un ligero viento repentino me roba el calor del cuerpo. Pero escucho el sonido del trípode al apoyarlo en la nieve y comienzo a sentirme bien. Ajusto los parámetros de la cámara. Es difícil actuar con precisión, con pausa. No importa. Nada importa cuando contemplo Orión sobre el Pico Boru, las nubes que el viento ha alargado, el faldón de nieve más cercano, iluminado ligeramente por las luces de tungsteno del pueblo.  Y en primer plano las ramas casi desnudas de un árbol cercano al aparcamiento.  Es de noche y es Sotres y hace frío. Afortunadamente estoy a un centenar escaso de metros de casa. Todo este paisaje nocturno, esta pequeña aventura, en la puerta de casa.  Cansado de hacer fotos recojo mi equipo. Y vuelvo al calor de la cocina de leña y a los gatos dormidos y al sueño y al olvido de la noche de afuera.

 

Fotografía nocturna
Sotres nevado
El calor de  la cocina de leña

  

 

   Llegar a Sotres es ingresar un mundo de sensaciones. Parece que cada rincón del pueblo, de los valles, de las montañas nos llame por nuestro nombre, pidiéndonos que contemplemos su belleza. Es tan fácil hacer fotos aquí. Pero también hay presencias que no se ven, que flotan en el aire, que casi se respiran. Al llegar a Sotres el viajero siente. Y presiente.

   Siente el toque color que imprimen las casas en el paisaje de nieve, esos días plomizos que amenazan con lentas e interminables nevadas. Es tan fácil enamorarse de las casas de piedra, de las callejas, caleyas las llaman allí, nevadas. O enamorarse de la luz que alegra las majadas de la Caballar, el cielo azul intenso y el suelo verde, muy verde, cuando se ha retirado la nieve.

   El viajero se admira cuando entra en el establecimiento La Gallega, donde puede comer una auténtica fabada, o tomar un vino, o comprar una tetera, o calcetines de lana o un reloj. O cualquier cosa, en fin. Se trata de un chigre, algo así como un bar tienda, muy frecuente antaño en los pueblos de Asturias. Y allí mismo, o en cualquier otro de los establecimientos del pueblo, puede saborear el queso de Cabrales, auténtico motor económico de la zona, junto al turismo.

   Y por supuesto siente el aroma de la primavera, la espectacular floración de las plantas adaptadas a estas altitudes, algo más de mil metros sobre el nivel del Cantábrico. Puede disfrutar del vuelo del ratonero busardo que vigila el aparcamiento atentamente, y de una rica variedad de aves, algunas tan excepcionales, como el ampelis europeo, avistado en la zona en diversas ocasiones.  Tampoco es difícil ver, en invierno, a los rebecos en los prados que rodean al pueblo, o a los raposos recorriendo las calles en la noche.

   Pero no todo está a la vista. Quien se acerca a Sotres percibe de alguna forma la presencia del lobo. Y es que realmente los lobos viven a muy corta distancia. Algunas noches que se acercan a las lindes del pueblo es posible constatar el miedo de los perros. Ni siquiera es demasiado difícil encontrar sus huellas, sus deposiciones. Basta con tener vocación de caminante que se aleja de los caminos más transitados. Y observar. Más difícil es verlos, si la casualidad no te lleva a encontrarlos en la lejanía. En el pueblo casi todos se han topado con alguno, alguna vez. Incluso desde las casas del pueblo, me contaron, en una ocasión se vio a dos lobos atacando a las cabras. Aunque el fotógrafo que quiera verlos tendrá que conocer los  pasos que frecuenta, preguntando quizá a algún viejo pastor, de los de antes, los de andar a pie con un ojo puesto en el ganado y otro en todo lo que ocurre en el monte.

 

   Pero el viajero se deja envolver, sobre todo,  por la promesa del Picu Urriellu, al que allí todos llaman simplemente el Picu. Más allá de estas montañas se le llama, para disgusto de los cabraliegos, Naranjo de Bulnes. Para verlo hay que subir un poco, justo enfrente del pueblo, a las majadas de Pandébano. O visitar los miradores de Carreña, o el mejor de Muniama, o incluso alejarse hasta la sierra de Cuera, que en esta zona se interpone entre  los Picos de Europa y el mar. O emprender la larga caminata  hasta el refugio.  El Picu, con su poderosa personalidad,  está siempre presente, presentido, en Sotres, en la mirada de sus gentes, en sus palabras, formando casi parte de su memoria colectiva.

   Así se presenta Sotres a quien llega a visitarlo. Ofreciendo. Con el corazón abierto de sus gentes. Con la bienvenida de la naturaleza que cambia y permanece, que es siempre la misma y distinta. Un lugar que invita a la contemplación. A la fotografía, que en definitiva no es sino contemplación detenida.

 

El viajero en Sotres
Contempla el paisaje
Detiene el tiempo
 
 

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